Moneta

Texto y fotos: Jalil Rashid

– ¿Y fui feliz?

La pregunta le golpeó como un puño en el vientre. En verdad sintió dolor físico, pero tenía que sobreponerse. Tenía que ser fuerte; su madre no podía ver su ansiedad, ni la saliva que tragó con trabajo, como si se le hubiera atorado una bola de ligas en la garganta. Abrió demasiado los ojos, y sintió comezón en la córnea, como cuando uno evita llorar a toda costa. Apretó los dientes y su mirada se despegó del álbum de fotografías que había llevado como parte de la terapia. Giró su cabeza para ver a su madre directamente; Moneta, como le decían de cariño sus nietos, era una anciana muy bonita. Diariamente seguía un ritual de belleza que llevaba practicando desde la juventud, se lavaba su cara con agua tibia y se maquillaba muy discretamente los párpados y los labios. Su hija vio esos ojos pequeñitos y expectantes. Los labios entreabiertos mostraban unos dientes muy parejos y esa sonrisa infantil a la espera de una respuesta alegre.

Natalia recordó (ella aún se podía dar ese lujo) la plática un par de días antes. En la reunión con su hermana y hermano discutieron el viaje que Emilio, el único hombre y el menor de la familia, tendría en unos días. Se ausentaría por dos meses a causa de que su empresa le requería. Ellas, como era de esperarse, le recriminaron las dificultades del cuidado de la mamá, Emilio respondió que ya tenía una enfermera que cubriría las guardias que le correspondían. La aclaración no fue bien recibida, “¿por qué no nos consultaste antes?”, “¿cómo te atreviste a elegir a alguien sin nuestra aprobación?” Y eso solamente fue el principio de una cascada de reclamos.

Las dos hermanas y él habían pasado por momentos muy complicados desde que su madre había caído de cama y se había abierto la cabeza.

La tensión entre ellos venía creciendo en los últimos días, primero por llamadas telefónicas, pero ahora que los tres se habían reunido, era una olla a punto de reventar. Los problemas y los rencores antaños afloraron, a la par que se evidenciaron más profundos. Así que como era de esperarse al final regresaron, en recuerdos, a la casa de Tlatelolco. Pero la conversación tomó un giro inesperado cuando descubrieron que no podían llegar a un acuerdo.

– ¡Estás loca Natalia!, mi padre jamás le puso un dedo encima a mi madre. ¡Claro! no fue un buen padre, pero ni de por dios maltrató a nuestra madre.

– ¿¡Cómo te atreves!?, ¿no recuerdas los pleitos de cada semana?, o entonces ¿por qué crees que se divorciaron?

– ¡No, no me vengas con ese cuento ahora!. Si se divorciaron es porque simplemente llevaban años sin que mi padre diera un peso en la casa. Pero te repito, mi padre jamás le puso un dedo encima a mi madre.

– En serio la que está perdiendo la memoria parece que es otra. – Le dijo Victoria con sarcasmo, y ese ataque fue como una puñalada en la panza para Natalia, porque parecía minimizar la enfermedad con la que ya llevaban poco más de nueve años lidiando toda la familia. Porque el Alzheimer aparte de destruir la memoria, desgasta poco a poco a todos aquellos cercanos.

Poco después tuvieron que cortar el pleito para poder acordar lo estrictamente necesario. Antes de permitir que la enfermera tomara las guardias de Emilio, ésta tendría que ser aprobada por las dos hermanas mayores y a la menor queja de Moneta, Emilio se haría responsable de solucionar el problema.

Los tres salieron, si aún se puede, más crispados del encuentro. Mientras manejaba de regreso a su casa, al oriente de la ciudad, Natalia estaba fúrica. Descubrió que no le molestaba tanto el viaje de su hermano, ella incluso había pensado también recurrir a una enfermera, aunque eso significase un sacrificio más, en su ya de por sí apretada economía. Lo que realmente la sacaba de sus casillas, era descubrir que Victoria no parecía mentir, ella realmente no recordaba los pleitos de sus padres. Barajeo un par de opciones. Seguramente había borrado sistemáticamente la violencia de sus recuerdos para poder seguir adelante, después de todo también era apenas una adolescente y esa etapa de por sí fue un suplicio; por otro lado, se negó rotundamente a suponer que eso fuera un síntoma temprano de la terrible enfermedad que aquejaba a su madre. Sabía que, aunque existían casos prematuros, estos eran muy escasos y ella conocía los síntomas: la memoria a largo plazo es la última en irse, es más común olvidar los sucesos recientes. El último pensamiento fue el que más la enojó: ¿podría estar ella equivocada? ¿Sería que realmente su mamá y papá no peleaban tanto cómo lo recordaba y ella se inventó un drama terrible para justificar el odio tras el abandono de su padre? Por ser la mayor había tenido que dejar sus estudios y comenzar a trabajar desde muy temprano para apoyar a Moneta de quien se sentía responsable. Decidió no hablar con su hermana hasta que fuera necesario acordar los pormenores de la ausencia de Emilio.

Al final la terapeuta que las ayudaría resultó ser adorable. Ambas hermanas, sin confesarlo, pensaron que era la señal que tanto esperaban para poder retomar un poco sus vidas. A Natalia le correspondía avisarle a su madre, así que esa mañana decidió llevar un álbum familiar para alegrar la visita. Era un ejercicio que le había recomendado su doctor. Tomó cualquiera sin pensarlo mucho, solamente quería que su madre viera rostros conocidos, aquellos que fueron la vida de Moneta.

Sin darse cuenta dio vuelta a una página y se topó con un festejo. Su madre aparecía muy hermosa en las escalinatas de un templo, había muchísimas personas. Y su madre comenzó a nombrar a tantas como pudo, -Aquí está la Queta y ese rufián con el que se escapó; y esa es la Pilarica, mira que guapa que era; y Susy, ¡ay, mi Susy! ¿qué habrá sido de ella? ¿Esa soy yo verdad, hijita?

-Sí mamá, claro que eres tú. ¿Pues quién va a ser?

– ¿Y ese quién es?

-Pues mi padre, es tu boda mamá.

-Era guapo eh, ¿cómo se llama? Preguntó Moneta con una sonrisita.

-Enrique, mamá- contestó un poco enfadada Natalia.

– ¡Pero mira qué guapo! – Insistió la mamá con ese tonito juguetón y confidente, que tanto le alegraba el corazón a su hija – ¿Y dónde está él? ¿Por qué no está aquí conmigo?

-Ya murió. Mi padre murió en el dos mil catorce, mamá- Y estuvo a punto de explicar que llevaban más de treinta años separados, cuando otra pregunta le golpeó como un puño en el estómago.

– ¿Y fui feliz hijita?

Entonces Natalia despegó la mirada de la fotografía y volteó a ver los ojos de su madre, que la cuestionaba con esa sonrisa infantil que tuvo toda la vida, expectante.

-Sí mamá, fuiste muy feliz. Y el llanto comenzó a salir sin que ella tuviera que apretar los párpados

-Qué bien hijita, eso es lo único que importa.


Jalil Rashid

Nació en la Ciudad de México, sigue vivo por lo mientras… y no vende piñas